Extraído del libro «La Practica del Zen» de Deshimaru Taisen (弟子丸 泰仙). Este libro fue mi entrada al Budismo, previamente ya lo había estudiado junto con otras religiones pero desde un punto de vista externo, el hinduismo. Aún así, el libro no pudo llegar a mí en mejor momento, realmente no sé ni de donde apareció ni cuando, simplemente estaba ahí; en aquellos años estaba pasando por varias cosas, muchas de las cuales dejan secuelas físicas y mentales bastante complejas de llevar especialmente cuando se entra en esa espiral del «estoy solo».
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Pero al ir leyendo no solo pude distraer mi mente, sino que empecé a sentirme comprendido, lentamente fuí notando que muchas de las ideas que yo tenía respecto a religión y política ya estaban plasmadas en el budismo, especialmente en el Zen. No quiero extenderme mucho en la explicación que seguro en otro momento le dedicaré un post especial, lo que si quiero es compartir este relato y esperar a que a alguien también le sirva de ayuda este tipo de textos.
ACLARACIÓN: Casi todos los textos budistas están escritos con la finalidad de desarrollar el pensamiento, no de encontrarle un significado puntual o una respuesta. Es importante aclarar esto ya que en muchos sitios se dedican a transmitir «enseñanzas» como únicas verdades y bueno…esto cambia de persona a persona. Lo importante es el camino, ya que éste es el único que difiere de persona a persona, en cambio el destino es para todos el mismo.
Cuento Zen: El miedo a la muerte no existe
Un monje portador de un documento de gran importancia que debía entregar en mano a su destinatario, se dirigía a la ciudad. Para llegar a ella tenía que atravesar un puente, y sobre él se encontraba un samurai experto en el arte del sable que para probar su fuerza y demostrar su valentía había prometido provocar a duelo a los cien primeros hombres que atravesaran el puente. Había matado ya a noventa y nueve. El monje era el número cien.
El samurai le lanzó el desafío y el monje le suplicó que le dejara pasar, puesto que el documento que llevaba era de gran importancia.
«Os prometo venir a batirme con vos cuando haya cumplido mi misión». El samurai aceptó y el joven monje fue a entregar el documento.
Antes de volver al puente se presentó en casa de su maestro para decirle adiós. «Debo ir a batirme con un gran samurai; es un campeón de sable y yo no he tocado jamás un arma en mi vida. Va a matarme».
«En efecto, le respondió su maestro, vas a morir. No tienes nada a tu favor, no has de temer ya la muerte. Mas voy a enseñarte la mejor manera de morir: blandirás tu sable por encima de tu cabeza, con los ojos cerrados, y esperarás. Cuando sientas un frío por encima del cráneo, será la muerte. Únicamente en ese momento desplomarás los brazos. Es todo…»
El joven monje saludó a su maestro y se encaminó al puente donde le esperaba el samurai. Éste le agradeció que fuera un hombre de honor y le rogó que se pusiera en guardia.
Comenzó el duelo. El monje, sosteniendo el sable con las dos manos, lo levantó por encima de su cabeza y esperó sin moverse un ápice. Esta actitud sorprendió al samurai, ya que la posición de su adversario no reflejaba miedo ni desconfianza.
Receloso, el samurai avanzó cautelosamente. Impasible, el monje estaba concentrado en la cúspide de su cráneo.
El samurai se dijo: «Con seguridad este hombre es muy fuerte; ha tenido el coraje de regresar para luchar conmigo; no es un simple aficionado».
El monje, absorto por completo, no prestaba ninguna atención a los movimientos de su adversario.
Éste comenzó a sentir miedo: «Sin duda alguna es un gran guerrero, sólo los maestros del sable toman desde el principio del combate una posición de ataque. Además cierra los ojos».
El monje esperaba únicamente el momento en que sentiría un escalofrío por encima de su cabeza.
El samurai estaba completamente desamparado, no se atrevía a atacar, seguro de ser despedazado al menor gesto.
El monje había olvidado al samurai, atento únicamente a aplicar bien los consejos de su maestro, a morir dignamente.
Los gritos del samurai le volvieron a la realidad:
«No me matéis, tened piedad de mí. Creía ser maestro en el arte del sable, pero jamás había encontrado un hombre como vos. Os suplico que me aceptéis como discípulo, enseñadme la vía del sable».